jueves, 9 de octubre de 2014

UNA BRISA SUAVE

DIARIO DEL JOVEN RICARDO BALLESTER

ESCRITO EN LA ISLA DE MEDA GRANDE, EN EL ARCHIPIÉLAGO DE MEDAS, A FINALES DURANTE EL MES DE SEPTIEMBRE

                         La vida aquí transcurre de manera tranquila. Lo bueno de la isla de Medas Grande es que es poca la gente que vive aquí. 
                          El servicio que todavía hay en la que fue la casa donde se crió mi madre es escaso. Algunas personas que forman parte del servicio las contrató Augusta. 
                          Sin embargo, soy yo quien les paga. Les pido que no le cuenten a mi hermana que tanto Claudia como yo nos encontramos aquí. 
                           Claudia y yo pasamos todo el día juntos. No queremos estar lejos el uno del otro. De este modo, intentamos compensar el tiempo que hemos estado separados. 
                            Pienso que soy el hombre más feliz del mundo. Tan sólo me falta formalizar mi relación con Claudia. 
                            Mi prima y yo nos pasamos todo el día juntos. Por las tardes, le leo en voz alta. Cojo un libro y se lo leo en voz alta. Ella me escucha mientras borda un pañuelo sentada en el sofá. 
                             Le estoy enseñando a jugar al chinchón. Hemos hablado de la idea de que venga alguien aquí. Que pinten nuestros retratos. Se lo comento en un momento en que estoy descansando de la lectura. 
-Pintar nuestros retratos-repite Claudia en voz alta. 
-¿Qué te parece?-le pregunto. 
-Me parece una idea un poco rara. No pertenecemos a la aristocracia. 
-Pero somos ricos, mi querida Claudia. 
                          La idea hace reír a mi prima. 
                         Solemos salir a dar paseos por la isla. Vivimos en la zona emergida de la isla. Procuramos no acercarnos demasiado a las zonas donde están los acantilados. Hablamos en esos paseos de muchas cosas. Consideramos seriamente la idea de escribirle una carta a mi hermana. Pero, entonces, tendríamos que poner nuestra dirección. Y no queremos que nadie nos encuentre. Al menos, no queremos que nadie nos encuentre hasta que obtengamos la dispensa papal. 
                           Ya le he escrito una carta al Obispado. Le informo de mi nueva dirección. 
                           El tiempo pasa. En el fondo, me siento casado con Claudia. A los ojos de Dios, ella es mi esposa. Sé que ella siente lo mismo que yo. 
                            La otra tarde, estuvimos merendando en el comedor. Soplaba un viento muy fuerte. Las olas se levantaban. Ningún pescador quiso salir con su barca a faenar. 
                             Dimos cuenta cada uno de una taza de chocolate. La criada preparó un bizcocho para acompañar el chocolate. 
-No me importa que no se nos conceda la dispensa papal-me confesó-Te lo digo de corazón. 
-¿Por qué dices eso?-le pregunté. 
-Dios ve que nos queremos. Dios sabe que nuestro amor es sincero. 
-Lo que dices es muy bonito, Claudia. 
-Es cierto, Ricardo. 
                            Claudia mojó el bizcocho en chocolate. Le dio un mordisco a la parte del bizcocho que estaba mojada de chocolate. 
-Yo ya me siento casada contigo-añade, ruborizándose. 
-¿Ya no tienes miedo?-le pregunté-A lo que diga la gente. A nuestra familia...Al mundo...
-No...Ya no tengo miedo. He vencido al miedo. No sé cómo. Será que estamos juntos. Será que estamos los dos solos. El miedo ha desaparecido, Ricardo. 
                           Fuera, empezó a llover. Llovía con mucha fuerza. 
                          Eso no me importó. Tan sólo me importaba una cosa. 
                           Ver el amor que había reflejado en los ojos de mi adorada Claudia. Amor...Amor...
                           Amor hacia mí...
-Claudia...-murmuré emocionado-Amor mío...
                           Le cogí la mano por encima de la mesa. Se la besé. 
                           Me incliné hacia ella y la besé con ternura en los labios. 

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