sábado, 6 de septiembre de 2014

UNA BRISA SUAVE

11 DE AGOSTO DE 1825

-Confieso que estoy cansada-se sincera Augusta conmigo en la habitación que compartimos.
                           Compartimos habitación desde que llegamos a la masía del señor Escudero. 
                           Por las noches, ninguna de las dos es capaz de conciliar el sueño. Yo permanezco acostada en mi cama, mirando el techo. Oigo a Augusta dar muchas vueltas en su cama. 
-Lo que más me cansa es ver que no terminas de mejorar-admite mi prima-¿Cuándo vas a empezar a salir con los demás?
-No me interesa salir a dar paseos en grupo con gente que no conozco-contesto. 
-Por lo menos, podrías intentar aprender a jugar a la brisca. ¡Es muy divertido!
-Te he visto jugando a la brisca. Incluso, te he visto apostar cuando juegas a la brisca. Y siempre pierdes. 
-¡No me lo recuerdes, Claudia! Y no se lo digas a mi tío Tomás. Se enfadará conmigo. 
-No te preocupes, prima. No se lo diré. 
                            Me giro en la cama para mirar a Augusta. 
                            Mi prima se sujeta la cara con la mano, apoyando el codo en la almohada. Veo la preocupación reflejada en su mirada. 
-Te besan mucho los caballeros las manos cuando te ven-apostillo, deseosa de cambiar de tema. 
                            Intuyo que Augusta quiere hablarme de Ricardo. Y yo no tengo muchas ganas de hablar de él. 
                             En realidad, no quiero hablar de él. La habitación está sumida en la oscuridad. 
                             Un débil rayo de Luna se filtra por la ventana, cuyos cristales están abiertos. 
                             A pesar de que estamos en pleno mes de agosto, yo tengo frío. Estoy tapada con las sábanas hasta el cuello. 
                             A veces, pienso que estoy siendo una tonta. Ricardo no tiene la culpa de que yo haya perdido a nuestro hijo. Pero recuerdo el rostro dolorido de Dafne cuando Augusta y yo nos despedimos de ella en el embarcadero. Pienso que Ricardo tiene que intentar amarla. 
                           Mis padres no saben nada. Yo podría buscar a Pedro Serrano y decirle que he cambiado de opinión. 
                            Que le amo y que quiero casarme con él. Pero estaría mintiendo. 
-Claudia, pienso que deberíamos de regresar a Buda-me sugiere Augusta. 
-Yo no quiero regresar a Buda-replico-¡Por favor, prima! ¡Quedémonos unos días más aquí! 
-Está bien. 
                              Me da miedo ver de nuevo a Ricardo. 
                             Mis ojos se llenan de lágrimas. 
-¿Qué te ocurre, Claudia?-me pregunta Augusta con preocupación. 
                              No le respondo. Me asusta la idea de que, a mi regreso, sea Ricardo el que me rechace. Me he comportado como una cobarde huyendo de él. He huido de todo. 
                              No le merezco, pienso con tristeza. 

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